El amor no entiende de genes
- Manuel Salcedo Galvez
- 26 oct 2018
- 5 Min. de lectura

Ya no era un hombre agradable ni tan siquiera bueno, pero siempre quiso tener una hija, si acaso ¿por traer algo de cordura a un mundo de hombres? No, tan solo por abrazar a su niña. Como si pudiera resumir todo el odio del mundo en la ausencia de aquel abrazo.
Soñó mil veces el mismo sueño bajo las mismas estrellas y nunca dejó de ser eso mismo, un sueño. El calor de aquella arena le llegaba al corazón, corría tras ella por una orilla imposible, mientras aquella tibia y salada agua arañaba su piel. Era una niña de largos y negros cabellos. De su boca oyó el ansiado y adictivo vocablo que acariciaba su oído. Era más que un fonema buscando algún sentido, más que eso se convertía en lo que hace que una madre o un padre sean capaces de dar su vida, le llamaba “papa”. En ese mismo instante, sus ojos retenían el tiempo en una mirada, como cuando el amor quiere hacerse notar. Su cabello dibujaba reflejos imposibles a través de los cálidos rayos de un sol cómplice y el juraba amor eterno a aquella tierna criatura.
Pero cada día al despertar seguía siendo aquel malhumorado hombre que nunca tuvo una hija. Él mismo se reprochaba ser tan indolente, casi un miserable cascarrabias. Con el paso de los años desapareció el sueño y se convenció así mismo de que los sueños pertenecen a un lugar a donde no podemos llegar, y su sueño se diluyó en la más profunda fosa de su alma, junto a las tristezas más profundas, un lugar al que nunca queremos mirar.
La vida, a menudo es tan extraña, incomprensible e impredecible… Simón en un pasado que se le antojaba ya lejano había sido un hombre de negocios, culto y bien vestido, con casi todos sus sueños cumplidos, excepto su deseo de haber tenido una hija. Sin embargo, ¿cómo pueden predecirse los inesperados giros argumentales que la naturaleza propone, como una catástrofe que acaba con todo aquello que posees?
Un buen día todo aquello desapareció y solo quedó él, con un puente como techumbre. El vacío a su alrededor era tan grande que ni el horizonte era cobijo. El desahucio del alma era el más triste. Lloró durante meses mientras buscaba en la basura.
Uno de esos días llenos de miseria, entre brick de leche caducada y alguna colilla, se dio cuenta que lo miraba una niñita hambrienta y sucia que sin embargo era dueña de una belleza que ninguna suciedad podría borrar. De repente sus ojos lo catapultaron a un mundo completamente desconocido. Un universo diferente, una dimensión de las emociones jamás soñada. Vio como los pilares de su mundo se hundían. Su planeta se desintegraba para verse en el vacío del espacio, hasta caer como un viajero de las estrellas en este nuevo mundo. Su alma regurgito un sueño de antaño. Una niña de largos cabellos corriendo por una orilla cálida. Una hipnótica impronta que casi no pudo disimular. Aquellos ojos inquietos, llenos de fuerza y tristeza le deshicieron el corazón. Y entonces surgió lo más inesperado, lo imposible. Aunque de una manera tan abrupta como dolorosa la propia vida le obligo a cruzar su camino con el de esa niña.
El mismo Tsunami que le arrebato a Simón todo, fue el que la dejó huérfana. Él comenzó a buscarle de comer, donde dormir y a protegerla y ella que deseaba volver a ver la cara de su padre ahora no dejaba de ver la de aquel hombre extraño que la estaba cuidando. Pero aun así nunca imaginará que aquel extraño la quiera como a su hija soñada, la que nunca tuvo. Él la había soñado toda una vida pero eso no podía impedir que fuese un extraño que llegó a su vida abruptamente.
Pasaron los años, él cuidándola como a una hija que el destino le regalase, ella viviendo con aquel hombre que la salvó. Con el tiempo consiguió un hogar para ambos y una vida digna mientras la veía hacerse mayor.
Ahora Simón ya es un anciano y piensa que a pesar de que aquella joven no es su hija, no puede evitar sentir que la ama como si su sangre inundara las mismas venas, un amor más allá de la misma verdad, más allá del sentido común, un amor que trasciende la razón y al mismísimo instinto de protección hacia los que llevan tus genes. Nunca creyó sentir algo tan fuerte por una criatura que no nació de sus entrañas. Ahora hasta le dolía no haber visto su nacimiento. Ahora que es mayor no se atreve a decirle que le hubiese gustado ser su padre no solo el extraño que la salvó. Ahora vuelve a soñarla, e intenta acariciarla con su mirada cuando ella está distraída. Jamás se lo dirá porque no es su padre, y ella nunca sabrá cuanto hubiese querido serlo, él lo callará hasta su muerte. No imagina cuanto desearía coger su rostro entre las manos y mirándola a los ojos decirle lo mucho que la quiere. Y lo mucho que siente su dolor. Pero ella nunca lo sabrá. Ella vivirá ausente al dolor de un padre que solo pudo soñarle y que deseó con toda su alma haberlo sido. El corazón se le encoge cuando la oye llorar y desearía sobre todas las cosas llevárselo entre sus entrañas para sufrirlo él mismo sin que ella lo sufriera. Una sonrisa de sus labios le da la paz que nunca tuvo. Él llora en secreto su dolor y desea ver su brillante sonrisa desafiando al tiempo y al mundo. Sueña con la cara de su madre el día que nació, le duele la misma vida, hubiese dado cualquier cosa por verle nacer. Cuando no se da cuenta, mira su pelo, y sus ojos intentan imaginar cómo ha podido crecer hasta hacerse una mujer.
Pero no espera nada, es feliz con solo saber que está bien y que contará con el suficiente tiempo y con la salud suficiente para protegerla. Aunque sepa que llegará el día que las fuerzas ya no se lo permitan. Nunca imaginó que pudiera amarla como a su propia hija, la única razón es el amor que no conoce fronteras, sangre ni genes solo conoce de miradas y de almas.
Simón sabe que ya le queda poco tiempo, siente que la muerte que esquivó en aquel Tsunami ha vuelto a llevárselo ya en su vejez, como debe ser. Postrado en su cama observa como aquella niña que ahora es una mujer lo mira y lo cuida como hizo él con ella. Y entonces se lleva lo más preciado y lo que había soñado. La joven con sus manos estrecha su cara y mirándole le dice… “te quiero papa”.
Manuel Salcedo Galvez
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