Herencia Maldita
- manuelsalcedogalvez
- 1 abr 2021
- 9 Min. de lectura
Actualizado: 8 ago 2021

Aquel niño nació en una España agónica un año después de concluir la guerra civil, sin embargo la indiferencia de su padre y el sufrimiento de su madre le habían dibujado más cicatrices en su corazón de las que pudo haberlo hecho la posguerra.
Siendo todavía un joven tallo salió a campo abierto bajo el cielo amenazador de una tierra y unas gentes que acababan de ver la muerte en sus propias casas. Una guerra civil que no entendía de parentescos ni de dolor.
Tan solo tenía ocho años, cuando su padre lo sacó de casa como quien arranca una florecilla silvestre. Lo subió a un carro tirado por animales donde viajaron durante horas hasta un cortijo. Antes de salir de casa las lágrimas de su madre trataron de decirle algo que él no entendió. Su voz temblorosa solo pudo decirle pórtate bien, pronto volverás, haz todo lo que te digan. <<No quiero irme mama, ¿por qué no puedo quedarme?, te ayudare te lo prometo, ¿he hecho algo malo?>> Cada palabra de aquel niño eran puñales en el corazón de su madre. Nada pudo cambiar la inmutable mirada de su padre quien tiró de él a su destino.
Cuando llegó a aquel gran caserío, pudo ver a su padre hacer tratos con un señor, negociando con la vida de su hijo con respecto al trabajo que haría el chico en el campo. <<No, una peseta es mucho, le doy dos reales y la comida del niño>>. Lo entregó a un extraño sin una palabra, ni una sonrisa, ni un abrazo, como si no existiera. Nunca comprendería quien había decidido que la vida fuese de aquella manera.
Cuando vio alejarse a su padre vio alejarse la embarcación que lo dejó en una isla de la que no podría salir nunca. No pudo llorar hasta que llegó la noche, después de un día de trabajo que ya era duro para un hombre. Cayó roto sobre el heno húmedo del establo, donde dormiría cientos de noches y en todas ellas lloraría. Sobre aquella paja mojada terminó por rompérsele el corazón y sus lágrimas siguieron cayendo sobre aquel lecho frio.
Recordaba entre sueños la cama en la que dormía con su hermano pequeño, el olor a roscos recién hechos por su madre, pero de repente aparecían las imágenes de aquel hombre pegándole cruelmente y entonces el sueño se convertía en una pesadilla. Nunca se acostumbraría a aquellas palizas a pesar de que ya le eran familiares, su padre ya se había encargado de que así fuese, pero nunca le dolió tanto los golpes recibidos como los que vio recibir a su madre de manos de aquel hombre que lo llevó hasta allí, su padre.
Desde aquel día su madre no volvería a recuperar aquella mirada llena de vitalidad. Había trabajado día y noche para alimentarlos, haciendo desde remiendos hasta trajes con una vieja máquina de coser alemana, que aún había logrado mantener fuera del alcance de su marido que todo lo apostaba en el juego.
El niño recordaba aquel aciago día que su cruel padre llegó a casa, había bebido lo suficiente para dejar en algún lugar el cobarde que llevaba puesto de diario y así pegar a su mujer y quitarle el dinero que había ganado aquella semana cosiendo. Los ojos de aquel niño grabarían en su retina cada movimiento, cada grito, golpe y lágrima que quedaron en aquella vieja casa, una herencia maldita.
Su padre no imaginó que mientras golpeaba el cuerpo cansado de aquella mujer, golpeaba a corazones no nacidos de generaciones futuras, que pagarían el precio de haber grabado con sangre en lo más profundo de su hijo una mala lección sobre el dolor y el amor.
Una sombra que siempre perseguiría la vida de aquel niño y le haría ser aquel hombre que odiaba, pero que olvido. Treinta años más tarde era él, quien golpeaba tres días después de estar casado el agotado cuerpo de su mujer. En su retina se escondía el rostro de su madre atada a una máquina de coser sufriendo la humillación de un cobarde.
Aquel niño en algún establo frío y húmedo dejó olvidada su niñez y el miedo secuestro su alma. Ahora su esposa era aquella mujer a la que le engañó el destino, su vida sería otra función más en la representación de una obra llamada “la mujer atada a una máquina de coser alemana”. Ahora la golpeada era ella, su inocencia era tal que no supo si tenía que decir algo o callar, no supo si tenía que llorar u ocultar sus lágrimas, no supo si la vida era así realmente o se trataba del invento de una mente enferma.
Entonces llegaron las victimas que vio salir de su vientre, los que no pudieron escoger. Es casi una injusticia el poder que le arrebatamos a la vida, el día que decidimos ser padres, como arrebatarle el pincel a un genio o el cincel a un creador ocupando el lugar de los dioses.
Nacieron los que compartirían un dolor de generaciones pasadas, un dolor cruelmente guardado en el silencio. Nacieron los que ahora se preguntaban lo que aquel niño se preguntó un día mientras andaba de la mano de su padre hacia el dolor. ¿Por qué un padre tenía que hacer sufrir tanto a unos seres que no pudieron escoger?
Era un sábado de junio a finales de los años sesenta. Nadie sabe si aquella mujer tenía miedo al dolor de un parto o al dolor que veía escrito en el aire, un aire que la rodearía desesperadamente durante años. ¿Se agotarían algún día sus lágrimas? Tanto miedo no fue bueno, nadie le había preparado para aquello. Aquella mujer había sufrido la ausencia de un padre toda su vida, muriendo cuando ella tan solo tenía tres años y del que solo le quedó una manta que llevaban los soldados durante la guerra civil y las historias que contaban sus hermanos mayores. Le quedó grabado en su corazón la imagen de un padre maravilloso que no conoció nunca y que una terrible enfermedad se lo llevo, quizás ahorrándose ver todo el sufrimiento que una guerra puede dejar. Sin embargo ahora el hombre que tenía que amarla solo tenía palizas para ella.
Aquel niño que dio con sus huesos en un húmedo establo se hizo mayor y estando en el pasillo de su vida nunca quiso abrir aquella puerta en la que veía luz por debajo, el fantasma del miedo se lo impidió. Cuanto sufrimiento pudiera haber evitado a personas que no pudieron elegir, si tan solo hubiera echado un vistazo a su retina ensangrentada de odio, a la puerta de su identidad, pero nunca encontró la llave, aún hoy quiero creer que la buscó...Aquel niño nació en una España agónica un año después de concluir la guerra civil, sin embargo la indiferencia de su padre y el sufrimiento de su madre le habían dibujado más cicatrices en su corazón de las que pudo haberlo hecho la posguerra.
Siendo todavía un joven tallo salió a campo abierto bajo el cielo amenazador de una tierra y unas gentes que acababan de ver la muerte en sus propias casas. Una guerra civil que no entendía de parentescos ni de dolor.
Tan solo tenía ocho años, cuando su padre lo sacó de casa como quien arranca una florecilla silvestre. Lo subió a un carro tirado por animales donde viajaron durante horas hasta un cortijo. Antes de salir de casa las lágrimas de su madre trataron de decirle algo que él no entendió. Su voz temblorosa solo pudo decirle pórtate bien, pronto volverás, haz todo lo que te digan. <<No quiero irme mama, ¿por qué no puedo quedarme?, te ayudare te lo prometo, ¿he hecho algo malo?>> Cada palabra de aquel niño eran puñales en el corazón de su madre. Nada pudo cambiar la inmutable mirada de su padre quien tiró de él a su destino.
Cuando llegó a aquel gran caserío, pudo ver a su padre hacer tratos con un señor, negociando con la vida de su hijo con respecto al trabajo que haría el chico en el campo. <<No, una peseta es mucho, le doy dos reales y la comida del niño>>. Lo entregó a un extraño sin una palabra, ni una sonrisa, ni un abrazo, como si no existiera. Nunca comprendería quien había decidido que la vida fuese de aquella manera.
Cuando vio alejarse a su padre vio alejarse la embarcación que lo dejó en una isla de la que no podría salir nunca. No pudo llorar hasta que llegó la noche, después de un día de trabajo que ya era duro para un hombre. Cayó roto sobre el heno húmedo del establo, donde dormiría cientos de noches y en todas ellas lloraría. Sobre aquella paja mojada terminó por rompérsele el corazón y sus lágrimas siguieron cayendo sobre aquel lecho frio.
Recordaba entre sueños la cama en la que dormía con su hermano pequeño, el olor a roscos recién hechos por su madre, pero de repente aparecían las imágenes de aquel hombre pegándole cruelmente y entonces el sueño se convertía en una pesadilla. Nunca se acostumbraría a aquellas palizas a pesar de que ya le eran familiares, su padre ya se había encargado de que así fuese, pero nunca le dolió tanto los golpes recibidos como los que vio recibir a su madre de manos de aquel hombre que lo llevó hasta allí, su padre.
Desde aquel día su madre no volvería a recuperar aquella mirada llena de vitalidad. Había trabajado día y noche para alimentarlos, haciendo desde remiendos hasta trajes con una vieja máquina de coser alemana, que aún había logrado mantener fuera del alcance de su marido que todo lo apostaba en el juego.
El niño recordaba aquel aciago día que su cruel padre llegó a casa, había bebido lo suficiente para dejar en algún lugar el cobarde que llevaba puesto de diario y así pegar a su mujer y quitarle el dinero que había ganado aquella semana cosiendo. Los ojos de aquel niño grabarían en su retina cada movimiento, cada grito, golpe y lágrima que quedaron en aquella vieja casa, una herencia maldita.
Su padre no imaginó que mientras golpeaba el cuerpo cansado de aquella mujer, golpeaba a corazones no nacidos de generaciones futuras, que pagarían el precio de haber grabado con sangre en lo más profundo de su hijo una mala lección sobre el dolor y el amor.
Una sombra que siempre perseguiría la vida de aquel niño y le haría ser aquel hombre que odiaba, pero que olvido. Treinta años más tarde era él, quien golpeaba tres días después de estar casado el agotado cuerpo de su mujer. En su retina se escondía el rostro de su madre atada a una máquina de coser sufriendo la humillación de un cobarde.
Aquel niño en algún establo frío y húmedo dejó olvidada su niñez y el miedo secuestro su alma. Ahora su esposa era aquella mujer a la que le engañó el destino, su vida sería otra función más en la representación de una obra llamada “la mujer atada a una máquina de coser alemana”. Ahora la golpeada era ella, su inocencia era tal que no supo si tenía que decir algo o callar, no supo si tenía que llorar u ocultar sus lágrimas, no supo si la vida era así realmente o se trataba del invento de una mente enferma.
Entonces llegaron las victimas que vio salir de su vientre, los que no pudieron escoger. Es casi una injusticia el poder que le arrebatamos a la vida, el día que decidimos ser padres, como arrebatarle el pincel a un genio o el cincel a un creador ocupando el lugar de los dioses.
Nacieron los que compartirían un dolor de generaciones pasadas, un dolor cruelmente guardado en el silencio. Nacieron los que ahora se preguntaban lo que aquel niño se preguntó un día mientras andaba de la mano de su padre hacia el dolor. ¿Por qué un padre tenía que hacer sufrir tanto a unos seres que no pudieron escoger?
Era un sábado de junio a finales de los años sesenta. Nadie sabe si aquella mujer tenía miedo al dolor de un parto o al dolor que veía escrito en el aire, un aire que la rodearía desesperadamente durante años. ¿Se agotarían algún día sus lágrimas? Tanto miedo no fue bueno, nadie le había preparado para aquello. Aquella mujer había sufrido la ausencia de un padre toda su vida, muriendo cuando ella tan solo tenía tres años y del que solo le quedó una manta que llevaban los soldados durante la guerra civil y las historias que contaban sus hermanos mayores. Le quedó grabado en su corazón la imagen de un padre maravilloso que no conoció nunca y que una terrible enfermedad se lo llevo, quizás ahorrándose ver todo el sufrimiento que una guerra puede dejar. Sin embargo ahora el hombre que tenía que amarla solo tenía palizas para ella.
Aquel niño que dio con sus huesos en un húmedo establo se hizo mayor y estando en el pasillo de su vida nunca quiso abrir aquella puerta en la que veía luz por debajo, el fantasma del miedo se lo impidió. Cuanto sufrimiento pudiera haber evitado a personas que no pudieron elegir, si tan solo hubiera echado un vistazo a su retina ensangrentada de odio, a la puerta de su identidad, pero nunca encontró la llave, aún hoy quiero creer que la buscó...
Comments